En muchos países, las personas en situación de pobreza, o excluidos como tambien se les llama, enfrentan una aplicación desproporcionadamente severa del derecho penal. Desde delitos menores, como el robo simple, hasta infracciones administrativas relacionadas con la economía informal, los sectores marginados suelen ser objeto de vigilancia intensiva y castigos más rigurosos. Mientras tanto, muchos delitos conocidos como “de cuello blanco” suelen quedar impunes al encontrar soluciones favorecidas por economias más desahogadas o recibir sanciones más indulgentes. Este doble estándar desvía al derecho penal de su propósito de impartir justicia, transformándolo en un mecanismo de control social que refuerza las desigualdades. Parafraseando a Pedro José Peñaloza,“el que pueda pagar tendrá derechos y el que no tendrá que acostumbrarse y resignarse a la exclusión social”.
La falta de recursos también influye negativamente en la capacidad de defensa legal. Las personas en condiciones de pobreza tienen acceso limitado a una representación jurídica adecuada, enfrentándose a un sistema judicial complejo y a menudo inaccesible. Los defensores públicos, que asumen la mayoría de estos casos, trabajan bajo una sobrecarga de expedientes, lo que resulta en defensas insuficientes y sentencias desproporcionadas. Este escenario afecta no solo a los acusados, sino también a sus familias, perpetuando la pobreza a través de generaciones.
Por otro lado, si bien no es la regla general, las condiciones de precariedad económica y social generan un entorno propicio para la criminalidad. La falta de acceso a educación, empleo digno y servicios básicos lleva a algunas personas a considerar el delito como una alternativa de supervivencia. Este fenómeno se acentúa en comunidades donde el Estado no logra garantizar derechos fundamentales, dejando espacio para actividades ilícitas como el narcotráfico o la delincuencia organizada.
Culpar únicamente a los individuos menos afortunados por su participación en actividades delictivas ignora las causas estructurales que los empujan hacia estas situaciones. La pobreza no solo incrementa la probabilidad de que las personas participen en delitos, sino que también las expone a ser víctimas de explotación y abusos, como el tráfico de personas, la prostitución forzada y el trabajo infantil.
El sistema penitenciario exacerba aún más este ciclo de exclusión. En lugar de rehabilitar, las prisiones frecuentemente agravan la marginalización. Las personas que enfrentan condiciones económicas adversas antes de su encarcelamiento, al salir, encuentran barreras adicionales para reintegrarse a la sociedad y al mercado laboral. Además, la estigmatización social dificulta su acceso a oportunidades educativas y laborales, perpetuando el ciclo de pobreza y reincidencia.
El impacto de las penas privativas de libertad no se limita al individuo condenado. Las familias de los reclusos, especialmente mujeres y niños, sufren consecuencias económicas y emocionales, lo que perpetúa la pobreza no solo en el núcleo familiar, sino también en sus comunidades.
Ante esta realidad, es imperativo replantear el papel del derecho penal en contextos de pobreza. Es necesario transitar hacia un sistema que no solo castigue, sino que también promueva la justicia social. Las medidas alternativas a la prisión, como la reparación del daño, el trabajo comunitario o la mediación, ofrecen soluciones más equitativas al reducir el impacto social y económico de las condenas y al abordar las causas subyacentes de la criminalidad.
Asimismo, la equidad en el sistema de justicia penal debe ser una prioridad. Esto implica invertir en defensores públicos capacitados, simplificar los procesos judiciales y garantizar que las penas sean proporcionales a los delitos cometidos. El acceso a la justicia no debe depender de los recursos económicos de las personas, sino de un sistema verdaderamente imparcial.
Por último, el combate a la criminalidad y la pobreza requiere un enfoque integral. Las políticas públicas en áreas como educación, salud, vivienda y empleo son fundamentales para garantizar oportunidades de desarrollo que prevengan el delito y rompan el ciclo de pobreza y criminalización (prevención primaria).
Luego entonces, la relación entre el derecho penal y la pobreza no es una consecuencia inevitable, sino el resultado de decisiones políticas, económicas y sociales que deben revisarse. Abandonar una visión punitivista y abordar las causas estructurales de la pobreza son pasos esenciales para construir una sociedad más equitativa. El derecho penal puede y debe ser una herramienta para la justicia, pero únicamente si se orienta hacia la inclusión y el desarrollo, dejando atrás su función de exclusión y control social.
Post presentado por la Dra, Sonia Zavala López

